quinta-feira, 17 de março de 2011

Mamá-araña: Louise Bourgeois en Buenos Aires

La gran diosa de la escultura, la madre de las madres de las formas, se presenta por primera vez de forma completa en la región, y lo hace en Buenos Aires. Se trata de la increíble escultora Louise Bourgeois y de “El retorno de lo reprimido”, la muestra que se expondrá en la Fundación Proa (Pedro de Mendoza 1929) a partir del sábado próximo y hasta julio.

Fruto de un esfuerzo de producción y de costo gigante (los 75 trabajos, algunos inmensos, vienen desde distintas partes del mundo), los amantes del arte, y en realidad todas las personas, deberíamos aprovechar y acercarnos hasta La Boca, a conocer el original mundo íntimo de Bourgeois. Porque se trata de una de las mayores artistas de toda la historia del arte y de una oportunidad nada común en estas tierras, ya que estas obras moran en Europa o Norteamérica.

El combo es imperdible: esculturas raras, grandes, emblemáticas + una artista fundamental y muy original del siglo XX= un viaje intergaláctico de saber y placer. Y una gran posibilidad de auto-conocimiento , como pasa cuando uno observa una obra de arte genuina.

Pero debo advertirle: antes de entrar a la exposición, prepárese. Porque los trabajos son densos, traumáticos, emotivos; no sólo por cómo están realizados sino porque tocan conflictos comunes a todos los seres humanos, como las relaciones entre padres e hijos (el Edipo del que nadie puede escapar).

Y tratan de sexo, pero en estado de angustia . Digamos que las obras de Bourgeois reflejan eso que todos reprimimos. Hacen conscientes los deseos inconscientes. Preservan sin pulir las grandes pulsiones que uno descarta pero que siempre subyacen, persisten, retornan; y aparecen en el momento menos pensado.

Le repito, ármese emocionalmente antes de entrar a esta apasionante aventura que es la obra de Bourgeois. Usted se dará cuenta cuando enfrente las obras, que la artista no podía ser alguien sencillo y prístino.

No era Heidi, no era Warhol, no era Minujín . Era, más bien, la Freud del arte; la Van Gogh de la escultura; la Kafka de la plástica contemporánea. Y, ¡oh, sorpresa! en pleno siglo XX, el genio escultórico de la psiquis hecha forma fue una mujer.

Debe enterarse también de esto: Bourgeois era hiper-sensible, frágil, depresiva. Torturada. Sufría de crisis nerviosas si no hacía sus esculturas. Sufría de impulsos de hostilidad, de auto-castigo. Era un gran “paquete” psíquico, una gran reserva de energías que canalizar por algún lado, para sobrevivir; que canalizar a través del arte.

“He estado en el infierno y he vuelto. Y les digo una cosa: fue fantástico”, comentaba la escultora en uno de sus textos (muchas veces ella misma se pensó más como escritora que como artista; de hecho, hasta escribió para Art Forum, la famosa revista de arte).

Quien fue su psicoanalista durante más de treinta años, Henry Lowenfeld (discípulo directo de Freud), pensaba que el principal problema de Bourgeois era su incapacidad para aceptar la propia agresión. “No olvido ni perdono, es el lema del que se alimenta mi obra”, escribía ella por entonces. Decía que para crear obras debía internarse en los “corredores de la memoria” y “transferir a una escena de hoy, emociones que tuve hace cuarenta años …” “Todos los días uno tiene que abandonar su pasado o aceptarlo; y entonces, si no puede aceptarlo, se hace escultor”, escribió alguna vez la escultora (ver recuadro).

Por eso no debe esperar ver en la muestra paletas felices ni temáticas livianas. Lo anuncian los trabajos y sus títulos: Maman (una araña gigantesca, de 10 metros de altura y 22 mil kilos, monumental oda a su madre hecha en bronce, hierro y mármol); Habitación roja (padres) , un símil de habitación a tamaño real que intenta mostrar todo aquello que ocurría en el dormitorio parental con adulterios y angustias sobrevolando la pareja; Arco de histeria, en bronce, de carácter erótico-seductor pero también evidencia de una torsión dolorosa; Jano florido , en bronce, un falo doble, de tamaño grande, partido, segmentado, que cuelga del techo; Destrucción del padre, escultura-instalación de los 70´s, montones de pedazos de falos naranja-rojizos, enfrentados entre sí como cielo y tierra; y en medio, una mesa con el padre destrozado). Sobre esta última obra, Eleanor Munro, quien estudió a la artista, escribió: “Está la mesa de una cena y se ve que pasan toda clase de cosas. El padre está fanfarroneando, contándole al público cautivo lo grande que es, la cantidad de cosas maravillosas que hizo, cuánta gente mala rebajó hoy. Pero esto sigue un día tras otro. En los niños crece un resentimiento. Un día al fin se enojan. Se masca la tragedia. El padre ha repetido la pieza una vez más. Los niños lo agarran y lo ponen sobre la mesa. Y se convierte en comida. Lo despiezan, lo desmembran. Se lo comen. ¡Es, como verás, un drama oral! Lo irritante era su continuo agravio verbal. Así que fue liquidado: tal como él había liquidado a sus hijos”. El curador de la muestra, Philip Larrat- Smith, habla de una “conmemoración del acto de destrucción recreándolo”.

Conflicto. Qué mejor palabra para definirla. Louise Bourgeois. Misteriosa, sabia, táctil. Golpea, roe, raya, corrompe, destruye los materiales, los hace nacer. Los ataca (“Cuando no ataco no me siento viva”). Necesitó hacer catarsis; la aliviaba. Necesitó sacar fuera de sí una complejidad tal que no le permitía siquiera dormir. Pero sí amar. En su vida, a su manera, fue madre y compañera, esposa.

Uno se podría preguntar, ¿pero cómo sobrevivir a esto, a una angustia tan inmensa que todo lo inunda ….? ¿Y qué la ayudó más a Bourgeois, la escultura o el amor? Las respuestas, en las obras.

domingo, 13 de março de 2011

Conto publicado no livro Felicidade Clandestina, Ed. Rocco

Não, não deste último carnaval. Mas não sei por que este me transportou para a minha infância e para as quartasfeiras de cinzas nas ruas mortas onde esvoaçavam despojos de serpentina e confete. Uma ou outra beata com um véu cobrindo a cabeça ia à igreja, atravessando a rua tão extremamente vazia que se segue ao carnaval. Até que viesse o outro ano. E quando a festa ia se aproximando, como explicar a agitação íntima que me tomava? Como se enfim o mundo se abrisse de botão que era em grande rosa escarlate. Como se as ruas e praças do Recife enfim explicassem para que tinham sido feitas. Como se vozes humanas enfim cantassem a capacidade de prazer que era secreta em mim. Carnaval era meu, meu.

No entanto, na realidade, eu dele pouco participava. Nunca tinha ido a um baile infantil, nunca me haviam fantasiado. Em compensação deixavam-me ficar até umas 11 horas da noite à porta do pé de escada do sobrado onde morávamos, olhando ávida os outros se divertirem. Duas coisas preciosas eu ganhava então e economizava-as com avareza para durarem os três dias: um lança-perfume e um saco de confete. Ah, está se tornando difícil escrever. Porque sinto como ficarei de coração escuro ao constatar que, mesmo me agregando tão pouco à alegria, eu era de tal modo sedenta que um quase nada já me tornava uma menina feliz.

E as máscaras? Eu tinha medo, mas era um medo vital e necessário porque vinha de encontro à minha mais profunda suspeita de que o rosto humano também fosse uma espécie de máscara. À porta do meu pé de escada, se um mascarado falava comigo, eu de súbito entrava no contato indispensável com o meu mundo interior, que não era feito só de duendes e príncipes encantados, mas de pessoas com o seu mistério. Até meu susto com os mascarados, pois, era essencial para mim.

Não me fantasiavam: no meio das preocupações com minha mãe doente, ninguém em casa tinha cabeça para carnaval de criança. Mas eu pedia a uma de minhas irmãs para enrolar aqueles meus cabelos lisos que me causavam tanto desgosto e tinha então a vaidade de possuir cabelos frisados pelo menos durante três dias por ano. Nesses três dias, ainda, minha irmã acedia ao meu sonho intenso de ser uma moça – eu mal podia esperar pela saída de uma infância vulnerável – e pintava minha boca de batom bem forte, passando também ruge nas minhas faces. Então eu me sentia bonita e feminina, eu escapava da meninice.

Mas houve um carnaval diferente dos outros. Tão milagroso que eu não conseguia acreditar que tanto me fosse dado, eu, que já aprendera a pedir pouco. É que a mãe de uma amiga minha resolvera fantasiar a filha e o nome da fantasia era no figurino Rosa. Para isso comprara folhas e folhas de papel crepom cor-de-rosa, com as quais, suponho, pretendia imitar as pétalas de uma flor. Boquiaberta, eu assistia pouco a pouco à fantasia tomando forma e se criando. Embora de pétalas o papel crepom nem de longe lembrasse, eu pensava seriamente que era uma das fantasias mais belas que jamais vira.

Foi quando aconteceu, por simples acaso, o inesperado: sobrou papel crepom, e muito. E a mãe de minha amiga – talvez atendendo a meu apelo mudo, ao meu mudo desespero de inveja, ou talvez por pura bondade, já que sobrara papel – resolveu fazer para mim também uma fantasia de rosa com o que restara de material. Naquele carnaval, pois, pela primeira vez na vida eu teria o que sempre quisera: ia ser outra que não eu mesma.

Até os preparativos já me deixavam tonta de felicidade. Nunca me sentira tão ocupada: minuciosamente, minha amiga e eu calculávamos tudo, embaixo da fantasia usaríamos combinação, pois se chovesse e a fantasia se derretesse pelo menos estaríamos de algum modo vestidas – à idéia de uma chuva que de repente nos deixasse, nos
nossos pudores femininos de oito anos, de combinação na rua, morríamos previamente de vergonha – mas ah! Deus nos ajudaria! não choveria! Quanto ao fato de minha fantasia só existir por causa das sobras de outra, engoli com alguma dor meu orgulho, que sempre fora feroz, e aceitei humilde o que o destino me dava de esmola.

Mas por que exatamente aquele carnaval, o único de fantasia, teve que ser tão melancólico? De manhã cedo no domingo eu já estava de cabelos enrolados para que até de tarde o frisado pegasse bem. Mas os minutos não passavam, de tanta ansiedade. Enfim, enfim! Chegaram três horas da tarde: com cuidado para não rasgar o papel, eu me vesti de rosa.

Muitas coisas que me aconteceram tão piores que estas, eu já perdoei. No entanto essa não posso sequer entender agora: o jogo de dados de um destino é irracional? É impiedoso. Quando eu estava vestida de papel crepom todo armado, ainda com os cabelos enrolados e ainda sem batom e ruge – minha mãe de súbito piorou muito de saúde, um alvoroço repentino se criou em casa e mandaram-me comprar depressa um remédio na farmácia. Fui correndo vestida de rosa – mas o rosto ainda nu não tinha a máscara de moça que cobriria minha tão exposta vida infantil – fui correndo, correndo, perplexa, atônita, entre serpentinas, confetes e gritos de carnaval. A alegria dos outros me espantava.

Quando horas depois a atmosfera em casa acalmou-se, minha irmã me penteou e pintou-me. Mas alguma coisa tinha morrido em mim. E, como nas histórias que eu havia lido sobre fadas que encantavam e desencantavam pessoas, eu fora desencantada; não era mais uma rosa, era de novo uma simples menina. Desci até a rua e ali de pé eu não era uma flor, era um palhaço pensativo de lábios encarnados. Na minha fome de sentir êxtase, às vezes começava a ficar alegre mas com remorso lembrava-me do estado grave de minha mãe e de novo eu morria.

Só horas depois é que veio a salvação. E se depressa agarrei-me a ela é porque tanto precisava me salvar. Um menino de uns 12 anos, o que para mim significava um rapaz, esse menino muito bonito parou diante de mim e, numa mistura de carinho, grossura, brincadeira e sensualidade, cobriu meus cabelos, já lisos, de confete: por um instante ficamos nos defrontando, sorrindo, sem falar. E eu então, mulherzinha de 8 anos, considerei pelo resto da noite que enfim alguém me havia reconhecido: eu era, sim, uma rosa.

Conto publicado no livro Felicidade Clandestina, Ed. Rocco

quarta-feira, 9 de março de 2011

Poesia e romantismo

do Jornal do Comércio-Recife PE em 09.03.2011


Para manter a tradição da festa, blocos reuniram gente de todas as idades e encheram de lirismo foliões que estiveram no fim de tarde e noite de segunda no Bairro do Recife

E como manda a tradição, a Segunda-Feira de Carnaval é o dia de transformar o Bairro do Recife na passarela dos blocos líricos. Este ano, não foi diferente. Não teve chuva que atrapalhasse a festa. O que se viu nas ruas do Centro foi um encontro de todas as idades. Gente que só queria cantar e seguir atrás da agremiação preferida.
Nos versos decorados pelos antigos foliões, lirismo, romantismo e muita poesia. “O melhor do Carnaval de Pernambuco é seguir atrás de uma orquestra de pau e corda. Quando acaba o desfile de uma, já sigo atrás de outra agremiação. Fico até o último acorde. Mesmo com essa chuva toda estamos aqui”, avisava o turista carioca Frederico de Araújo.

O desfile teve início às 16h. Entre outros, apresentaram-se Eu Quero Mais, O Bonde, Bloco das Flores, Confete e Serpentina, Blocos das Ilusões e Batutas de São José.

“A gente faz isso por amor à tradição. Não temos nenhuma ajuda do poder público e estamos resistindo ao abandono. A tradição é o nosso combustível. A chuva sempre prejudica o espetáculo. Mas vamos em frente”, disse José Marcolino da Silva de Lima, 45 anos, um dos integrantes do Batutas.

No palco do Marco Zero, cada agremiação tinha direito a 10 minutos para fazer a exibição. Houve também desfile na Praça do Arsenal.

O fim de tarde na segunda-feira, no Bairro do Recife, também foi marcado por muita confusão e correria. Vários furtos foram registrados pela Polícia Militar. Até as 19h, 15 adolescentes tinham sido apreendidos e liberados após serem revistados. À tarde, um princípio de incêndio foi registrado no palco do Marco Zero. O problema foi contornado rapidamente. Não houve feridos.

Pastoril com narração